Un masterplan experiencial para la ciudad del futuro

Fascinados con la tecnología y la innovación, corremos el riesgo de crear ciudades en las que no viva nadie

Mi lectura más aterradora del año pasado fue un breve artículo escrito por el autor de Ghost Cities, Wade Shepherd, en el que detallaba el auge de la ciudad creada de cero. Impulsada por una migración sin precedentes, más de la mitad de la población global vive en áreas urbanas, una cifra que se prevé aumentará en unos 2.500 millones en 2050.  Con casi el 70% del planeta urbanizado, la población necesitará un lugar donde vivir. Aquí es donde aparece en escena el frenesí actual de construcción de ciudades. Con más de 120 proyectos en más de 40 países, se trata, en palabras del economista Paul Romer, del desarrollo de «un área urbana en los próximos 100 años superior a la que ya existe en la actualidad».

En lugar de modernizar las ciudades cuyas infraestructuras, servicios públicos, ciudadanos y normativas plantean importantes obstáculos a los promotores, se opta por empezar de cero, una nueva ola de construcción de ciudades desregularizada que ha dado lugar a ciudades como Khorgas en China o Cyberjaya en Malasia. Aparte de ser menos complicado, comenta Wade, este enfoque «kit box» de construcción de ciudades es defendido por sus patrocinadores nacionales y regionales como más barato y más rentable que el eterno intento, por ejemplo, de regenerar la zona de Kings Cross en Londres. Con presupuestos de 40 billones de dólares, los megaingenieros del planeta apenas pueden controlar sus reacciones. Es el salvaje este.

Como decía, aterrador. Miles de millones de toneladas de hormigón, billones de kilómetros de cableado, y una sangría inconmensurable de los recursos naturales. Incluso en el caso (bastante remoto) de que exista un auténtico mercado que demande su creación, muchas de estas ciudades no están siendo desarrolladas para facilitar viviendas a aquellos que más las necesitan, sino más bien, y según los folletos promocionales utilizados para vender propiedades en Songdo, en Corea del Sur, para proporcionar «un estilo de vida y una experiencia de trabajo mejorados» a las clases medias que de otra manera tendrían tendencia a huir.

En estos mundos nuevos y valientes, estas ciudades suelen confundir a las personas con categorías de usuarios, y se deben al Internet de las Cosas y a la no presencia de los sectores productores y municipales, industrias que definen como sucias, peligrosas y difíciles. Separan las diferentes áreas como si se tratara de un parque de atracciones y toman prestado todo —ideas, nombres, formas— de otro lugar, insertando réplicas de los canales de Venecia o el Central Park de Nueva York. Es aterrador pensar que el ingeniero se ha convertido en director creativo del mayor ejercicio de construcción de comunidades en la historia de la humanidad.

Masterplan experiencial para el aeropuerto de Melbourne. Imagen FreeState

Masterplan experiencial para el aeropuerto de Melbourne. Imagen FreeState

Existe, en mi opinión, otra forma de actuar. Si queremos construir ciudades de cero, empecemos de cero. Un nuevo proceso, un nuevo lenguaje: personas en vez de usuarios. Nuestras necesidades y deseos, utilizando la jerga arquitectónica, son los cimientos de cualquier proyecto y no como ocurre a menudo, los revestimientos del mismo. Lo que quiero decir es que hay que comenzar por entender cualitativamente —en contraposición a cuantitativamente— lo local, nuestras costumbres, lo que nos une como comunidad, como familias, como creyentes y los espacios en los que expresamos esos sentimientos compartidos. En lugar de diseñar el comportamiento, escuchémoslo. Diseñar, en palabras del urbanista Jan Gehl, partiendo de la vida y no de los edificios. Comencemos con un programa que estudie la forma en que las personas pasan su tiempo y no la forma en la que utilizamos el espacio, que es por otro lado, como suele hacerse. Hagamos esto y podremos construir ciudades que funcionan.

Masterplan experiencial para la Universidad de Brighton. Imagen Annemarieke Kloosterhof

Masterplan experiencial para la Universidad de Brighton. Imagen Annemarieke Kloosterhof

Soy consciente de que todo esto es muy fácil de decir. Sin embargo, nada es nuevo. “El masterplan experiencial” es el nuevo término acuñado para definir la correcta construcción de ciudades. Surge de la comprensión de lo que significa cuidar de las personas. Encontramos sus antecedentes modernos en la noción de campus y en un tipo de centro de innovación similar al MIT.  En cuanto al pensamiento que sustenta este concepto, existen pocos libros tan fascinantes como A Pattern Language: Towns, Buildings, Construction de Christopher Alexander et al., publicado en 1977, el cual se centra en la arquitectura y la vida urbana y plantea, a través de cientos de soluciones de diseño hipotéticas e inherentemente flexibles, que las personas «deberían diseñar sus hogares, sus calles y sus comunidades». También declara que «los lugares más maravillosos del mundo no han sido creados por arquitectos, sino por personas». La ciudad prefabricada de 40 billones de dólares no es uno de esos lugares maravillosos, aunque los instrumentos de marketing quieran hacernos creer lo contrario.

Los arquitectos e ingenieros también son personas y A Pattern Language es verdaderamente una carta de amor a estas profesiones. Determina —junto con los defensores del diseño experiencial— que debemos templar nuestro amor por los principios universales con una comprensión de los verdaderos deseos y necesidades. Establece que la forma puede seguir a la función o puede no hacerlo, pero nunca a costa de las personas. Asimismo, nos dice que diseñemos las ciudades en base a buenas razones económicas, que las diseñemos con las personas, para que vayan más allá del genio eficiente y efectivo del ingeniero. Debemos diseñar vecindarios abiertos, con un diseño mixto, poroso, que acojan a las personas durante toda su vida. Debemos diseñar para los pobres, para los que pasan dificultades, para los que se enfrentan a desafíos. Debemos diseñar casas para múltiples generaciones, espacios flexibles y autoadaptables. Diseño para lo público, para la participación cívica, para la experiencia compartida. Diseño de comodidades que sean permanentes, semipermanentes y transitorias. Diseño para un futuro ecológico. Hagamos esto y podremos realizar un masterplan de las ciudades basado en los rituales de los individuos, que desarrollen, de abajo hacia arriba, sus propios mitos, y que atraigan, impliquen y proporcionen a las personas una auténtica sensación de pertenencia.

Imagen principal: Bahía de San Francisco. Imagen Hassell